martes, 13 de enero de 2009

Palabras de Noelis. Sobre “El año huevo”.


Los años nuevos son como los huevos, uno nunca va a saber lo que hay en ellos hasta abrirlos. Podemos hacer mil especulaciones en base a experiencias anteriores, pero la realidad es que hasta ese momento no sabemos nada. Estadísticamente, las probabilidades de éxito son las mismas que las de fracaso y dependiendo de lo que uno espere, la desilusión puede ser grande o pequeña si las cosas no salen según lo previsto. El instante que precede al rompimiento del huevo es determinante. Una mezcla de temor y expectativas ansiosas nos sacuden el cuerpo, todas las proyecciones de autoría propia se disputan el protagonismo de una sucesión de imágenes que dura segundos y que culmina en la cresta de la ola, con una fotografía del resultado ideal. Pero el tema es más complejo de lo que parece, sobre todo cuando rompemos el huevo y vemos finalmente lo que hay dentro. Puede que nos encontremos con un gran ejemplar, bello, grande y de formas perfectas (el estado ideal) o con un uno de apariencia dudosa que puede contener una o más de las siguientes variantes: olor raro y forma de cualquier cosa menos de huevo (casi podrido… o podrido del todo); un proyecto de pollito (alguno medio pasadito); doble yema (no sabemos si eso es bueno o malo); menos contenido del que aparentaba (poco rendidor, pero utilizable); mucha yema, poca clara (no muy saludable); mucha clara, poca yema (demasiado saludable); o con algún OVNI (objeto vinculado no inidentificable). Con los años pasa lo mismo, podemos romper la barrera de los primeros días y comenzar un tiempo inolvidablemente bueno, o en el caso contrario, encontrarnos con uno o varios episodios desagradables que seguramente darán paso a una tanda inolvidable también, pero de hechos desventurados, que en el futuro extirparíamos de nuestros registros memoriosos, si vendieran en Red Megatone algún aparatito que nos ayudara a hacerlo. El asunto es que, la historia no termina cuando, en el mejor de los casos, nos encontramos en presencia de un huevo con corazón de oro (valga la metáfora), el tema es el uso posterior y ahí es donde comienza el verdadero desafío. Soy de las que creen que cuando algo nació podrido, morirá podrido, y resultaría inútil malgastar energías en intentar cambiar algo que desde el vamos no ha sido bien gestado y como buena partidaria de la resignación, creo que en casos como esos, solo se puede aceptar la derrota y esperar el próximo huevo. Si nos encontramos en presencia de un ejemplar “salvable”, feito pero no tanto, probablemente sería meritorio de algún esfuerzo para que la situación no termine tan mal como empezó. No obstante, también soy de las que piensan que un buen huevo puede ser arruinado si uno no lo utiliza correctamente, y que el kit de la cuestión es mantener la bienaventuranza hasta el final. Supongamos que nos toca uno bueno, uno de esos que da gusto romper, la próxima acción consiste en decidir qué hacer con él. Lo más seguro y fácil, es colocarlo en un jarrito con agua y ponerlo sobre la hornalla a hervir unos minutos hasta que el contenido se endurezca y obtengamos de esta manera, un huevo duro que podrá ser ingerido en ensaladas, tartas, pizzas o solo con una pizca de sal, de este modo nos aseguramos un resultado mediocre, con un proceso poco trabajoso y no muy arriesgado, pero válido (no mucho por ganar, pero tampoco por perder). Hay quienes se animan un poco más y tienen como meta un huevo pasado por agua, que a mi criterio demanda una labor mucho más específica (no cualquiera hace un buen huevo pasado por agua), mucho más atendida (un pequeño olvido podría ser fatal, el resultado sería el endurecimiento total y habríamos fallado una vez más) y por ende, mucho más comprometida con las artes culinarias; si todo sale tal cual lo planeado, obtendremos un producto óptimo que hará suponer un trabajo hecho con esmero, tenacidad y paciencia. Por último, haré mención de los que a mi criterio son los más arriesgados, esos que gustan de los grandes desafíos con grandes obstáculos, aquellos que no se asustan a la hora de accionar y que van en la búsqueda de lo que quieren con firmeza y templanza, esos que deciden transformar un huevo crudo en huevo frito. Decididos a actuar, investigan las mil y un formas de fracasar para evitar hacerlo, las mil y un formas de lograr una victoria para llegar a buen puerto, miden capacidades y limitaciones, se preparan (física y mentalmente), hacen pruebas piloto en sus cabezas, evalúan cada posibilidad, cada factor, consiguen todos los elementos que necesitan y lo hacen, nada debería salir mal, a menos que el azar (incontrolable hasta hoy) les jugara una mala pasada, dejando como resultado un huevo que pretendió ser frito y murió en el intento (seguramente, este tipo de personas volverán a intentarlo sin abatimientos, pues el fracaso no los detiene, los estimula). En fin, para ir terminando, solo resta preguntarnos de qué lado estamos o de cuál queremos estar, qué esperamos de nuestro huevo y qué estamos dispuestos a hacer para conseguirlo, si nos conformamos con remar en dulce de leche o si vamos por más, porque si bien un huevo duro tiene buen gusto, uno frito sabe mejor.